Sagasta y el siglo XIX

Biografía de don Práxedes Mateo-Sagasta
por don José Luis Ollero Vallés

Práxedes Mateo-Sagasta nació en la localidad de Torrecilla en Cameros, La Rioja, el 21 de julio de 1825. Su relación con la villa camerana fue más intensa de lo que reflejaron algunos biógrafos. Allí se casaron sus padres y a orillas del Iregua vivió toda su infancia hasta que la familia pudo establecerse en Logroño, donde continuó estudios en el Instituto Riojano.

Al tener que desplazarse a Madrid para iniciar la carrera de ingeniería de caminos, se alejó físicamente de su tierra natal aunque siempre llevase a gala el haber nacido en aquel “trocito de Suiza con cielo español” que reflejase Azorín.

Ingeniero de Caminos de profesión (salió de la Escuela de Caminos con el número uno de su promoción en 1849), fue destinado a la provincia de Zamora, donde llevó a cabo una intensa labor de revitalización de las Obras Públicas. Sin embargo, su auténtica vocación fue la actividad política, a la que dedicó el resto de su vida. Su trayectoria pública recorrió toda la segunda mitad del siglo XIX. Encuadrado en las filas del liberalismo progresista, destacó como habilidoso orador parlamentario desde 1854 y como incisivo periodista, dirigiendo durante algunos años el diario La Iberia. Tras vivir sus momentos más difíciles en el exilio, como fue común a los liberales del siglo XIX, las oportunidades de gobierno le llegaron con la Revolución triunfante de 1868. Ocupó diversas carteras ministeriales (significadamente las de Gobernación y Estado) y desempeñó en dos ocasiones la Presidencia del Consejo de Ministros. En estas responsabilidades de gobierno tuvo ocasión de comprobar las dificultades para llevar a la práctica la que fue divisa esencial de su ideario político: la conciliación de la libertad y el orden.

Tras las frustraciones derivadas de las traumáticas experiencias del Sexenio Democrático (levantamiento y guerra colonial en Cuba, sublevaciones republicanas federales, insurrección carlista y guerra civil, cantonalismo), que acabaron derribando el edificio de la monarquía democrática de Amadeo de Saboya, su consolidación como gobernante y hombre de Estado se produjo con motivo de la Restauración borbónica de Alfonso XII. Fue capaz de aglutinar en torno a su liderazgo las dispersas huestes liberales (sería conocido como el “viejo pastor”) y colaboró activamente para que se asentara un sistema monárquico constitucional en el que liberales y conservadores se alternasen pacíficamente en el poder, sin los tradicionales y recurrentes pronunciamientos militares. Algunas de las leyes que fueron aprobadas entonces por parte de los gabinetes liberales, como la Ley de Prensa (1882), la Ley de Asociaciones (1887), o la Ley del Sufragio Universal Masculino (1890) representaron serios avances para la modernización del país, situándolo a la altura de las democracias europeas más avanzadas.

Pero además de sus indiscutibles aportaciones políticas, también fue capaz de dejar una visible huella en el plano personal. Decía el conde de Romanones, uno de sus principales biógrafos, que “el poder irresistible de su seducción comenzaba en Sagasta, antes incluso que la palabra saliera de sus labios, merced a la expresión viva de sus ojos”. También dijo que “a Cánovas se le admiraba, pero a Sagasta se le quería”. Su sencillez, su humanidad y su disposición a la conciliación y a “tender puentes” entre las personas le procuraron el respeto de todos, incluso de sus adversarios políticos.

Por todo ello, su fallecimiento en el domicilio madrileño de la Carrera de San Jerónimo, que tuvo lugar el 5 de enero de 1903, causó honda impresión en todo el país. Su entierro en Madrid congregó a una multitud interclasista, que acompañó a las más altas autoridades del Estado, con el rey Alfonso XIII a la cabeza, en una sincera manifestación de duelo y admiración por el político desaparecido. Desde entonces, descansa en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.